viernes, 27 de febrero de 2009

IN ICTU OCULI


El sol se abre paso tímidamente por encima del Aljarafe. Aún no tiene la fuerza suficiente para iluminar convenientemente las calles, pero Juana ya está en camino. Al salir ha dejado abierto el portalón exterior del antiguo patio de vecinos para que la vida de un día por estrenar empiece a llenar todo el inmueble. Se ha ataviado con su viejo vestido blanco con motivos florales, se ha recogido el pelo en un moño alto, casi en la coronilla, y se ha calzado sus zapatos planos de color negro. En una bolsa de supermercado lleva el delantal de todos sus días de trabajo. Un remendado delantal rayado de color azul y blanco.
Ha atravesado la Plaza del Triunfo y se ha parado un momento, como todos los días, para contemplar la imponente visión de la Catedral con la Giganta junto a ella, dándole ya las primeras luces. Se ha dirigido hacia Almirantazgo cruzando una Avenida en obras. Y piensa, nostálgica, que donde ya se han colocado los raíles de un moderno tranvía, estuvieron antes los que conducían a los viejos vagones del transporte urbano hasta Plaza Nueva, tras atravesar el río. Fue en uno de aquellos vagones donde conoció a Santiago, vendedor de billetes en Plaza de Armas. Un hombre bueno, ni guapo ni feo, ni rico ni pobre. “Un corriente”, dirían las amigas de Juana camino de misa de doce en la Caridad. Y allí, junto a las impresionantes pinturas barrocas de Valdés Leal, “in ictu oculi”, Juana se sorprendería confesando su amor por el ferroviario.
Ya cargan las furgonetas los operarios de Correos por la puerta lateral cuando Juana se para ante la capilla de la Pura y Limpia. Le da los buenos días y pide a la virgen chiquita tener buena jornada. Junto al Postigo tiene Juana su lugar de trabajo, la churrería de la que salen los “calentitos” de los desayunos del Arenal. Un negocio para el que el ferroviario puso el dinero, y Juana el resto, nada menos. El cariño, el esfuerzo, la valentía “y unas varices que la dejan a una baldá cuando coge la cama”. Pero esa masa frita con su chocolatito son su vida, y hasta que Dios no la retire no va a soltar el palo con que da forma a la masa en una piscina de aceite hirviendo.
Juana, que vivió ocho partos, sólo tuvo seis hijos. En dos ocasiones, las dos primeras, los bebés nacieron ya sin vida. Llegó a pensar que nunca podría cuidar a unos niños entre las cuatro paredes de su casa, y que no sería capaz de darle a Santiago los hijos que él esperaba con impaciencia. Hasta que un dieciocho de diciembre, día de la Esperanza, consiguió dar a luz felizmente a un bebé que, por fin, pudo ser bautizado con el mismo nombre del ferroviario.
No bien se hubo repuesto del parto, que no fue nada sencillo, parecía que el pequeño Santiago no quisiera conocer el mundo, Juana se plantó ante la capilla de la Pura y Limpia. Después de haber responsabilizado durante meses a la Virgen de su mala fortuna en esto de la descendencia, aquel día, agarrada a la reja y con la nariz pegada al cristal, le devolvió el saludo, y juró no negárselo nunca más, fueran cuales fueran sus circunstancias de vida en el futuro.
Los primeros clientes, los más tempraneros, son siempre los habituales, los dueños de las tiendecillas cercanas. Y en días de mercadillo, los responsables de los tenderetes que ocupan entera la Plaza del Cabildo y salen incluso hasta Arfe. En uno de ellos encontró Santiago una vieja cámara de fotos. “Si es una ganga, mi Juana”, repetía el ferroviario en respuesta a las protestas de la churrera, ya que en tiempos apretados tenían que sacar adelante a cuatro chiquillos y aún otros dos estaban por llegar. Pero como Juana ni pudo ni quiso negarle nunca nada, acabó entrando en casa la cámara de fotos, “auténtica tecnología alemana o japonesa”, decía el pícaro tendero como si se hubiera equivocado en sólo unos pocos kilómetros. El caso es que aquel cacharro, de la procedencia que fuera, se convirtió en mudo testigo de los momentos más importantes en la vida de la familia.
Unos meses más tarde de la llegada del quinto hijo, en el séptimo parto de Juana, Santiago se vio obligado a dejar el trabajo por una enfermedad de los huesos que aún hoy Juana no ha aprendido a pronunciar correctamente. “Se me ha puesto malo de los huesos”, explicaba. “Se le agarrotan y no tiene fuerza”.
La cosa fue a peor, hasta que un día, la fatalidad hizo que Santiago, creyéndose capaz de levantarse de la cama antes de que Juana volviera de la churrería para ayudarlo, fue de bruces al suelo tras dar cuatro pasos, no encontrando en la caída más recurso para sujetarse que unas inútiles cortinas. Juana, que apuraba al máximo las últimas semanas de su octavo embarazo trabajando, se alarmó al ver entrar asustado en la churrería a su hijo mayor, que como el resto de sus hermanos se había despertado con los gritos lastimeros de su padre, provocados por una rotura de cadera de la que nunca se recuperaría.
Cristóbal, que así fue bautizado el sexto hermano, se quedó sin fotos de su infancia, ya que después de aquello, la cámara, “de auténtica tecnología alemana o japonesa”, acabó muriendo también en un cajón, con su último carrete esperando recibir la impresión, a través del objetivo, de unas imágenes que nunca llegarían.
Juana sabe lo que es el trabajo, enfrentarse a un hogar con seis chiquillos, sin un padre en casa, llevarlo todo adelante con la mejor de las disposiciones, y sabiendo ahogar sus llantos entre las sábanas de una cama a la que le sobra la mitad del colchón. Juana, sin padres, sin marido y con un hermano destinado por la Jefatura a trescientos kilómetros, encontró en la churrería, en los desayunos del Arenal, el desahogo de una familia entera, de sus niños que pronto supieron la verdadera identidad de unos Reyes Magos que, maldita sea su estrella, pasaban de largo año tras año.
Un hombre joven, con su pequeña hija intrigada en ver la maña con que Juana gira con una mano la espiral de churros y con la otra los corta con unas enormes tijeras de cocina, están comprando el desayuno para llevárselo al resto de la familia, que aguarda en una antigua casa cercana, convertida ahora en modernos pisos de tres y cuatro dormitorios. Son cerca de la doce. Juana sabe que no va a vender todos los churros que quedan. Ya está apagado el fuego cuando el padre y la hija salen de vuelta a casa con el desayuno de sábado en la mano. Juana mete los pocos “calentitos” que han sobrado en una bolsa, limpia un poco el local y sale de vuelta a casa, con la bolsa de los churros junto a la del viejo delantal. Sus tres nietos, acompañados de sus padres, Santiago y Carmen, a la que aquel conoció en el mercado de San Gonzalo, donde encontró trabajo descargando la fruta de los camiones, la esperan en casa. Juana sabrá darle de nuevo vida a esos churros ya un poco reblandecidos, como supo dar vida a un hogar humilde, discreto y silente a pesar de la chiquillería que lo habitó.
El mismo camino, en dirección contraria. Lo primero, parada en la Pura y Limpia, y un “hasta mañana” que, alto y claro, sale de sus labios, provocando que una mujer cargada de bolsas de la compra le responda extrañada, mirando a un lado y a otro, intentando descubrir si el saludo era realmente para ella o hay alguien más en ese momento bajo el arco.
No habrá mañana, sin embargo. Nadie saldrá temprano dejando el portalón abierto tras de sí. Nadie observará con ensimismamiento las primeras luces bañar la veleta de la Fe sobre la torre de la Catedral. Nadie cruzará las obras de la Avenida, ni recordará otros tranvías por otros raíles. Nadie pedirá buena jornada a la virgen chiquita, que se quedará, ahora sí, sin que le devuelvan el saludo.
Y nadie descorrerá el cierre de la churrería de la que durante cuarenta años han salido los “calentitos” de los desayunos del Arenal. Porque hoy, metido para siempre en la bolsa de plástico del supermercado, ninguna gota de aceite manchará el remendado delantal rayado de color azul y blanco.

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