viernes, 30 de marzo de 2012

NO ME LO CREO


Un amigo de Sevilla, compañero de Facultad, me comentó en una ocasión que contemplando una chicotá de un determinado paso de la Semana Santa se emocionó de forma que se le saltaron las lágrimas. Yo le respondí: “No me lo creo”. Y no porque realmente uno no pueda emocionarse viendo una cofradía en la calle, que pasa y mucho. Le dije que no me lo creía porque este amigo es ateo (o por lo menos agnóstico). No le creí en su momento y sigo dudando.
Por otra parte, siempre me han llamado mucho la atención los turistas, los ‘guiris’ para entendernos, que pululan en Semana Santa por las ciudades con más fama cofradiera. Especialmente me fijo en los orientales, los que provienen de culturas absolutamente diferentes a la nuestra y que, como es lógico, en el mejor de los casos sabrán que ese hombre ensangrentado, flagelado, cautivo o crucificado que se pasea por las calles es una deidad católica y poco más.
Vale, mi amigo ateo (o agnóstico) sabe algo más que los japoneses sobre Jesús, conoce más o menos la historia de la Pasión y podrá, imagino, identificar a casi todos los personajes que aparecen en los misterios. Pero tanto a mi amigo como a los ‘guiris’ de culturas exóticas la Semana Santa les llega incompleta, codificada, sin toda la esencia que lleva implícita. Incluso diría más: se pierden la parte más importante, la fundamental, la que lo explica todo. Sin ella, nada hay que distinga a la Semana Santa de las Fallas, los Sanfermines o el Carnaval. Sin fe la Semana Santa no tiene sentido alguno. Sobra.
Intenté explicárselo a mi amigo. ¿Qué emociona cuando la cuadrilla de costaleros de San Gonzalo da un ‘izquierdazo’, una zancada valiente, mientras la Banda de las Cigarreras sopla al aire una de sus marchas? ¿Qué lleva a la gente a aplaudir? ¿El simple movimiento acompasado de una carga? ¿La coreografía mil veces ensayada y repetida? En ese caso, daría lo mismo ver el paso en la calle con todos sus avíos, sus imágenes, sus flores, su cera, que una parihuela desnuda con unas cuantas vigas de hormigón encima durante cualquier ensayo cuaresmal.
La Semana Santa es una historia que las cofradías nos van contando. Cada una añade algo, una escena, un matiz o un sentimiento. Pero si esa historia no te la crees, si para ti las imágenes son meras esculturas de madera que van de aquí para allá durante varias horas, ¿merecen la pena las bullas, los empujones, los pisotones, la espera, las interminables filas de nazarenos…? ¿Para qué todo eso si la historia que están intentando contar es para ti un cuento chino sin mayores pretensiones?
Pero, ¿y si crees realmente en ese Cristo que, desde su Soberano Poder, tuvo la valentía de descubrirse como Hijo de Dios ante un Caifás al que su propia rabia le hizo rasgarse las vestiduras? ¿Y si entiendes que la valentía de Jesús tiene su reflejo en las zancadas valientes de sus costaleros? ¿Y si ves a la Virgen como una auténtica Madre a la que se le ha arrebatado a su Hijo e interpretas la belleza de las marchas y el fervor como una forma de arroparla en su dolor? ¿Y si comprendes que ese hombre y a la vez Dios que suda sangre en Getsemaní, porque como hombre teme y como Dios acepta, está a punto de dar la vida por ti, y por ti carga con su cruz de nuevo con zancada firme, y por ti morirá en ella, y contigo resucitará en la madrugada del Domingo?
Entonces, si sientes todo eso, si ves que la música, las flores, los ‘izquierdazos’ y los bordados no son más que un complemento que no eclipsa ni eclipsará jamás a lo principal, sólo entonces habrás captado al cien por cien lo que es la Semana Santa y habrás dejado de ser un simple ‘guiri’ o un ateo (o agnóstico) de lo más ‘friki’ al que se le saltan las lágrimas viendo cómo se mueve una carga de madera, tela y flores.

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