lunes, 7 de noviembre de 2016

EMOCIÓN DESBORDADA ANTE EL ROSTRO CON EL QUE SEVILLA IMAGINA A DIOS


Si algo quedó patente ayer es que, por si no lo sabíamos ya, por si quedaba alguna duda, el Gran Poder es el Dios de la ciudad. El Dios de los sevillanos y de tantas y tantas personas que desde fuera de Sevilla y de Andalucía (se vieron autobuses de numerosos lugares) vinieron a encontrarse en las calles con el Señor. El riesgo de lluvia no hizo sino ponerlo todo más fácil, hacerlo más bello, con el Nazareno de Juan de Mesa recorriendo la ciudad bajo un sol radiante y un celeste que muchos nunca habían conocido sobre el Señor (el relativamente reciente traslado a Santa Rosalía por las obras de la Basílica fue más breve y sin paso).
Toda la ciudad era un trasiego de personas abarrotando las calles y una mezcla de acentos, desde el de los pueblos del Aljarafe hasta el de un matrimonio de Barcelona, pasando por la sevillana residente desde años en Ibiza y, por supuesto, los turistas extranjeros que quizá no alcanzaban a comprender lo que veían, pero que sin duda sabían que se trataba de algo grande.
Dios por las calles. Recogiendo oraciones, suspiros y agradecimientos, generando lágrimas en hombres y mujeres, jóvenes y mayores. Dios acompañado por saetas a destiempo que algún guardián de las esencias seguro que ya ha tenido ocasión de criticar en la barra de algún bar o en el anonimato de un foro. Lo que no se puede explicar, algunos nunca lo podrán comprender. Dios andando ocasionalmente a los sones de marchas procesionales pareciera que compuestas expresamente para Él.
Dios. El que visitamos los viernes. ¿Los viernes? No. El que visitamos cada vez que pasamos ante su puerta, o cada vez que miramos el azulejo de San Lorenzo, el de tantas casas y rincones de Sevilla y de fuera. El que visitamos en la distancia al contemplar una estampa, un cuadro, una medalla o incluso un calendario.
El Dios de todos que para todos salió el jueves, como adelanto del gozo que este domingo pudimos vivir sin que la oscuridad de la noche nos robara un solo detalle de su rostro, de su paso y del rojo de sus claveles.
Había varios puntos de interés en su recorrido y todos estaban atestados de gente desde mucho, muchísimo tiempo antes de la llegada del Señor. Uno era, después de la salida, la Plaza Nueva, donde hubo hasta alfombra de romero como en esas mañanas de jueves de Corpus, en que Dios Sacramentado recorre el centro. ¿Cómo no alfombrar de ese mismo romero parte del recorrido del rostro que le ponemos a Dios en Sevilla?


Eran las doce menos veinte de la mañana y, puntual a lo previsto, como iba a discurrir toda la procesión, la cruz de guía se plantaba frente a la puerta del Ayuntamiento, donde minutos antes alguien había tomado la decisión de mover las vallas para permitir que parte del público que llenaba un lado del Andén ocupara una zona en principio delimitada y reservada para vaya usted a saber quién y por qué. Una buena decisión. Ayer no era día de clases ni distinciones.
Y tras la cruz de guía, el mismo cortejo que el jueves en el traslado de ida: unos mil hermanos con cirios color tiniebla separados en tramos por las reliquias del Beato Diego José de Cádiz y el Beato Marcelo Spínola, el canopeo, el guión de la Epifanía, la bandera de la Bolsa de Caridad y el estandarte corporativo.







A eso de las doce, los ciriales y las nubes de incienso, que se fundían con la del humo de las castañas de un puesto en la esquina de la Avenida, anunciaron la llegada del paso, que venía precedido por el arzobispo, Juan José Asenjo, agradecido a la hermandad por su colaboración en el Jubileo de la Misericordia y por las modificaciones de día de los traslados, escoltado por los hermanos mayores del Gran Poder, la Macarena y Santa Genoveva.
Impresionante el silencio que provocó en una Plaza Nueva completamente llena la llegada del paso del Señor. Impresionante también la participación de la Banda Sinfónica Municipal, siempre perfecta, interpretando “Ione” para el Gran Poder, como hace 51 años, cuando, de regreso de la Catedral, el Señor se encaminaba a inaugurar su nueva Basílica.
La adaptación a marcha procesional de la conocida composición de Petrella sonó en dos ocasiones mientras el Señor recorría el lado derecho de la fachada del Ayuntamiento y giraba primero hacia el Consistorio y después completaba el giro hacia la plaza. Hay detalles que dicen mucho. El Señor del Gran Poder no se detuvo mirando a la Sevilla oficial, a los representantes políticos (por cierto, sin el alcalde). No. El Señor se paró cuando se quedó mirando hacia la Sevilla real, al pueblo, que es quien y como quiere ser, y no como algunos digan que es. Ahí es cuando el paso se paró, para mirar y ser mirado. Y en esa posición se rezó un Padre Nuestro y un Ave María; las oraciones de todos, las más sencillas. No hacía falta más.













A continuación, los Villanueva tocaron el llamador, el paso se levantó al tercer golpe y retomó su camino, mientras la Sinfónica Municipal tocaba “Sevilla cofradiera”. Con ella, andando lentamente, terminó el Señor de recorrer la improvisada alfombra de romero y el resto de la fachada neoclásica del Ayuntamiento para girar a la calle Granada y continuar su camino tan especial.
















Por un lateral de la Plaza de San Francisco, el Señor buscó la Plaza del Salvador y subió la Cuesta del Rosario hasta la Alfalfa, siempre arropado por una cantidad de gente que, en total, a lo largo de todo el recorrido, el Ayuntamiento ha cifrado en más de 200.000 personas.
Después siguió por la Plaza del Cristo de Burgos hasta San Pedro, con una calle Imagen absolutamente llena de gente hasta casi las Setas. Y la parada más larga vino después, en el Convento de las Hermanas de la Cruz, que por primera vez recibían la visita del Señor de Sevilla, justo al día siguiente de la celebración de la festividad de su fundadora, Santa Ángela de la Cruz.
Por delante quedaban el Convento del Espíritu Santo, San Juan de la Palma y Monte-Sión, ante cuya capilla se concentró la gente desde mucho tiempo antes de la llegada de la cruz de guía, que apareció con antelación a lo anunciado, aunque después estuvo parada durante un largo rato justo delante de la capilla donde la Virgen del Rosario seguía en su paso de palio de traslado con el que salió a la calle el pasado martes, en su anual rosario de la aurora (ver).


Para entonces, el sol hacía ya bastante que se había marchado por detrás de los edificios de los números impares de la calle Feria, dando un respiro a la gente en esta calurosa mañana de noviembre.
Tardó bastante en llegar el paso, que se había detenido en cada uno de los lugares antes mencionados. Pero cuando llegó, volvió la música, con la Banda de la Cruz Roja, en la misma Plaza de Monte-Sión, interpretando “La Madrugá” desde que el Señor hizo acto de presencia a lo lejos, nada más salvar la estrechez de la confluencia entre Feria y Castellar.
De nuevo, el silencio más absoluto mientras el Gran Poder buscaba el encuentro con la Virgen del Rosario, ante la que se volvió y se detuvo, momento en que, sorprendentemente, la banda interrumpió la interpretación de “La Madrugá” justo cuando se iniciaba la parte más emotiva de la composición.


















Hubo oraciones para el Señor, que, sin entretenerse más allá de lo necesario, reemprendió el camino por Feria para girar a la izquierda en Conde de Torrejón en dirección a la Alameda de Hércules. La Banda de la Cruz Roja se despidió del Gran Poder con otra marcha, “Nuestro Padre Jesús”, que en este caso, afortunadamente, sí dio tiempo a escuchar de principio a fin.




















Y ya sólo quedaba la llegada al barrio de San Lorenzo, al que desde la Alameda se internó por la calle Santa Ana, donde resultó extraordinariamente cómodo ver al Señor, con amplios huecos libres, dado que la gran mayoría de la gente prefirió intentar hacerse con un sitio en la Plaza de San Lorenzo para ver la entrada.
Fue la última visita del Gran Poder en su salida extraordinaria. La última casa ajena en la que el Señor posó su mirada. Lo hizo en el convento carmelita de Santa Ana, cuyas religiosas le cantaron antes de que continuara su camino.
Pero antes de girar a la calle Santa Clara para, en línea recta por Eslava, alcanzar San Lorenzo, el paso se detuvo en el cruce con Santa Ana, como había hecho también en la esquina de Granada y en la de Feria con Conde de Torrejón, y en prácticamente todas las esquinas del itinerario. Esto, que desde el punto de vista cofradiero y del andar de los pasos no es, quizá, demasiado estético, fue otro de los grandes detalles de esta salida extraordinaria: dejar ver a todos el mayor tiempo posible al Señor; que las muchas personas que llenaban cada cruce tuvieran opción, aunque fuera desde lejos, de disfrutar unos minutos de la contemplación de su rostro.









































Y el detalle final que rubricó de manera inmejorable lo grande que han sido estos días, del jueves al domingo, protagonizados por el Señor lo puso la gente de una manera completamente natural. Entraba el Gran Poder en su casa a eso de las cuatro y media de la tarde y, cuando ya se cerraban las puertas tras Él, toda la gente que abarrotaba la Plaza de San Lorenzo rompió en un cerrado, emotivo y ensordecedor aplauso.
En una mañana de Viernes Santo, esto habría quedado fuera de lugar. Pero lo de ayer fue otra cosa, algo distinto. Ayer Sevilla vivió un día glorioso, de gozo inmenso junto al rostro que los sevillanos le imaginan a Dios. Fue un día de oraciones íntimas, de lágrimas, de rezos, de susurros al paso del Señor y de emoción pura y vibrante. Pero es que hay emociones que son imposibles de contener y ayer Sevilla, los sevillanos y los que vinieron de fuera, no tuvieron más remedio que, con palmas de lo más respetuosas, dar gracias por tanto al que es nuestro padre, a Jesús del Gran Poder.

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